jueves, 18 de septiembre de 2008

La nevera de Einstein


Situémonos en Berlín, en 1920. El científico más famoso del mundo, Albert Einstein, ya con la notable edad de 41 años, recibe a un chaval de 22 que acaba de llegar de Hungría. Es brillante, extrovertido y tan seguro de sí mismo que raya en la chulería. Justo lo opuesto a Einstein. Se llama Leo Szilard. Entre los dos se establece una relación mutua de simpatía que durará toda la vida.

Szilard no tenía donde caerse muerto y su carrera académica era tan incierta como todas al inicio de la tesis doctoral. Por su parte, Einstein estaba impresionado por un accidente que había ocurrido: todos los miembros de una familia habían muerto, mientras dormían, a causa de las emanaciones de gases tóxicos procedentes de una fuga en la bomba del refrigerador. Los frigoríficos eléctricos empezaban a invadir los hogares imponiéndose a las neveras de hielo, pero la química aún no había proporcionado un refrigerante inocuo. Einstein le propuso a Szilard desarrollar un frigorífico sin partes mecánicas móviles que evitara todo tipo de accidente. El joven quedó boquiabierto: en lugar de ayudarle a entender los intríngulis más íntimos del universo, el genio de los genios le propone inventar una nevera. En la década siguiente, la empresa sueca Electrolux primero, y después la alemana AEG, financiaron los trabajos del frigorífico electromagnético de Einstein-Szilard. Con sus honorarios, en ocasiones generosos, Szilard desarrolló su carrera científica. Los inventos funcionaron, pero a las empresas les afectó la Gran Depresión, Hitler tomó el poder y los químicos inventaron el freón, compuesto refrigerante seguro. El frigorífico doméstico sin compresor se esfumó en la historia de la tecnología.

Leo Szilard continuó su brillante carrera en EEUU, igual que Einstein, y llegó a idear la reacción nuclear en cadena. Junto a su mentor escribieron una famosa carta al presidente Roosevelt sobre el peligro de que los nazis obtuvieran la bomba atómica. Además, Szilard había ganado suficiente dinero con las patentes del frigorífico como para ayudar a muchos científicos refugiados a instalarse allí. A Einstein los asuntos de dinero le traían más bien al pairo.

La moraleja de la historia la debían extraer nuestros jóvenes científicos, ansiosos como Szilard de conseguir un puesto de trabajo permanente, pero quizá sin el ánimo de usar su ingenio para generar bienestar y riqueza. Seguramente es más fácil cumplir unas reglas del juego a veces estériles y endogámicas. También es aleccionadora para los catedráticos a los que repugnaría dedicarse a algo tan prosaico como inventar un electrodoméstico. En cualquier caso, piensen el joven doctorando y el maduro profesor que Szilard y Einstein fueron dos ejemplos a seguir en la ciencia.

Escrito por MANUEL LOZANO LEYVA. Catedrático de física atómica molecular y nuclear de la Universidad de Sevilla

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